Catedrales góticas. En el tiempo del florecimiento de los burgos, los maestros canteros superponían las piedras labradas buscando a Dios. Ayudados de cimbras, andamios y grúas construyeron edificios con muros de vidrio que narraban aspectos humanos y divinos y que permitían la entrada de la Lux mundi a la casa de Dios.
Los tímpanos bajo sus arquivoltas daban, inundados de policromías, la bienvenida a los ciudadanos de aquella mal llamada “Edad Media”. El Cristo severo y triunfante había dado paso al sufriente y misericordioso, que mostraba las llagas mientras condenados y bienaventurados se distribuían sobre las puertas.
Una vez dentro, el dédalo mostraba el camino interior y, tras el peregrinaje, una mirada elevada presentaba un auténtico juego de luces de colores que, todavía hoy, en pleno siglo XXI, nos sobrecoge.
Después de asimilar tanta belleza, que rompe los cánones clásicos de armonía y proporción y busca las alturas, igual que hoy hacen los rascacielos, la persona miraba a su alrededor y se encontraba con una geometría dominada por la simetría y las formas circulares, cuadradas y triangulares.
El edificio, la eklesia, lugar de reunión, bullía de gente; un auténtico centro cívico en el que convivían comerciantes, peregrinos y gentes del lugar.
De vuelta al exterior de las catedrales góticas, gárgolas, arbotantes y contrafuertes ayudaban a comprender mejor cómo funcionaba la estructura de estos edificios. Unos edificios vividos durante siglos, que fueron ampliados, mejorados, que sufrieron heridas que fueron curadas y que hoy muestran sus cicatrices; gigantes de piedra que hoy consideramos obras maestras.
¡Brutal! Me gusta mucho cómo lo has enfocado y el estilo literario.
Hola Sonia, me alegro de que te haya gustado.